En el marketing, como en la vida, no siempre tenemos el control del viento. Hay días en que las olas parecen inmensas y el tiempo no alcanza, pero también hay pausas, aprendizajes y momentos en que una ráfaga inesperada nos recuerda por qué hacemos lo que hacemos. Esta es la historia de cómo, entre licitaciones, clientes y ausencias, descubrí que la mejor estrategia a veces empieza por detenerse… y respirar.
En estos días, el algoritmo de las redes sociales me ha regalado un mismo recordatorio envuelto en distintas palabras: el mundo sigue girando, aunque nosotros nos detengamos. Sigue girando si callamos lo que pensábamos decir, si no cumplimos la expectativa ajena, si fallamos o acertamos, si tocamos la cima o nos quedamos a mitad del camino. Nada se frena, nada colapsa: la vida continúa, implacable y serena.
No sé si les pasa como a mí: esos mensajes que parecen escritos para uno llegan justo cuando más los necesitamos. Aparecen en medio del caos, cuando sentimos que nos falta oxígeno, que el tiempo se escurre entre los dedos y que la presión por cumplir con “estándares” ajenos nos pesa más de lo que admitimos. Y ahí, en ese instante de agobio, un recordatorio, pequeño pero certero, nos confronta.
Quienes trabajamos en agencias sabemos que vivimos en un pulso constante contra el reloj, donde la presión es alta y los detalles pueden ser armas poderosas… si sabemos usarlas. Ahora, imagina que una de las personas más valiosas de tu equipo debe ausentarse de manera inesperada y que todo debe seguir funcionando como si nada pasara. Resolver pronto, resolver bien y sin que los clientes noten la ausencia. Todo esto, mientras llevas el timón de la agencia: licitaciones, estrategias, eventos, atención a cada cliente, liderazgo del equipo… todo, a la vez.
En mi caso, todo esto tomó forma con la ausencia de Fer. Y me dejó varias reflexiones.
La primera: qué privilegio es tener a tu lado a alguien en quien confías tanto, que su ausencia se siente como un silencio incómodo en medio de la música. Una agencia siempre necesita un “Ferrari” —como yo le digo a él—, alguien con hambre de hacer las cosas bien, con organización y lógica, con esa intuición que hace las preguntas correctas para mantener todo bajo control y entender lo que el cliente realmente necesita. De verdad, deseo que todas las agencias tengan a su propio Fer.
La segunda: que no puedo desligar el marketing de los desafíos de la vida. Porque el marketing, en esencia, es ayudar. Es encontrar propósitos, resolver retos con creatividad, descubrir lo que los ojos distraídos no ven. Y estas semanas me hicieron preguntarme: ¿cuál es mi propósito hoy? ¿Qué sueños he dejado dormir? ¿La pasión por lo que hago sigue intacta? Creo que nadie que trabaje en marketing debería olvidar sus propósitos. Sin embargo, en las agencias solemos repetir frases como “estoy llevado de vainas”, “no me ha quedado tiempo” o “soy el chico de las reuniones, reunión tras reunión”… y muchas veces nos concentramos más en lo urgente que en lo importante.
La tercera: debemos ser lo suficientemente inteligentes para saber cuándo hacer pausas, cuándo respirar. Todos hemos tenido esos días en que uno piensa “ya me pasó de todo, ¿qué más puede salir mal?”. Y antes de dejarnos arrastrar por la presión de que todo salga “perfecto”, hay que detenerse. Cinco segundos: inhalar, exhalar, bajar las pulsaciones, desacelerar y permitir que la mente vea con claridad. Sí, respirar.
En estas dos últimas semanas, he tenido que recordarme varias veces que es posible… incluso cuando parece que no. Y que, a veces, la mayor victoria no está en correr más rápido, sino en saber cuándo detenerse.
En el fondo, el marketing y la vida comparten una misma verdad: todo se trata de encontrar sentido. No es solo vender ni cumplir con un cronograma; es escuchar, observar, entender lo que está ahí aunque nadie lo diga. Es aprender a hacer pausas para ver el panorama completo, porque a veces la mejor estrategia no es lanzar la próxima campaña, sino reencontrar el propósito que la inspira. El marketing que realmente transforma es ese que nace de la claridad y la pasión, y esas solo llegan cuando aprendemos a respirar, incluso en medio del caos.
Y pienso en esa frase de Bunbury: “Si ya no puede ir peor… haz un último esfuerzo, espera que sople el viento a favor”. Porque el marketing, igual que la vida, es navegar. Hay días en los que las olas parecen gigantes, el tiempo es escaso y la presión ahoga. Días en los que sentimos que remamos contra corriente. Pero justo ahí, cuando parece que nada se mueve, puede llegar ese viento inesperado que cambia el rumbo.
Ese “viento a favor” puede ser una idea creativa que ilumina el camino, un cliente que confía, un compañero que regresa, una estrategia que encaja perfecto. Y para recibirlo, hay que hacer lo mismo que en el mar: no rendirse, ajustar las velas, respirar… y esperar el momento justo para avanzar. Porque en el marketing, como en la vida, la pasión y el propósito son la brújula; y cuando el viento sopla a favor, es el recordatorio de que todo esfuerzo —por más agotador que parezca— siempre vale la pena.
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