martes, noviembre 11, 2025
Laura

Hace unos días volví a una universidad. Esta vez no para presentar un examen o correr a imprimir un trabajo, sino para compartir mi experiencia profesional con estudiantes de comunicación organizacional en la EAN. Participé en un panel junto a colegas del sector y, mientras hablaba, sentí una mezcla de nostalgia y gratitud.

Recordé a la estudiante que fui, la que miraba con admiración a quienes venían a las clases a contarnos sus historias, convencida de que algún día quería ser como ellos. En ese entonces mi meta era ser directora de comunicaciones de una gran empresa, un título que representaba todo lo que soñaba profesionalmente. No imaginaba que el camino me llevaría a algo distinto, y tal vez más significativo: hoy estoy en un lugar mejor, en un gran lugar, donde trabajo cada día por conectar propósitos, liderarme a mí misma e inspirar a otros.

Esa mañana en la universidad fue un recordatorio de cuánto ha cambiado nuestra industria. La comunicación ya no se limita a construir reputación o manejar relaciones públicas. Hoy hablamos de estrategia, de negocio, de datos, de propósito y de experiencia. El comunicador dejó de ser un traductor entre la empresa y la audiencia para convertirse en un generador de valor dentro de las organizaciones. Sin embargo, en medio de esa evolución, me pregunté qué tan conectados seguimos con la academia. ¿Estamos, desde la industria, contribuyendo realmente a formar a los próximos profesionales?

La brecha entre ambos mundos existe, y no es nueva. En las empresas vivimos bajo la presión del resultado, del cliente, de la inmediatez. En la academia, el ritmo es diferente: hay más espacio para la reflexión, la teoría y la experimentación. Pero ambos lados se necesitan. La industria requiere mentes frescas, curiosas y con pensamiento crítico. La academia necesita referentes vivos que muestren cómo se materializa la comunicación en la práctica.

Volver al aula me hizo pensar que quizás no se trata solo de compartir conocimiento, sino de compartir propósito. Contar lo que hacemos es importante, pero contar por qué lo hacemos es lo que realmente conecta. Los estudiantes no necesitan discursos perfectos ni fórmulas de éxito; necesitan historias reales, con tropiezos, aprendizajes y preguntas que los inviten a construir su propio camino.

Durante el panel, la conversación no giró en torno a la teoría, sino a la práctica. Hablamos de lo que se aprende trabajando con equipos, enfrentando desafíos, escuchando a los clientes y buscando soluciones reales. Compartimos experiencias más que conceptos, porque la comunicación, al final, se entiende viviendo. Y mientras respondía preguntas y contaba algunas de mis propias lecciones, pensé en lo valioso que es mostrar la parte humana de nuestro trabajo: los aciertos, los errores, las dudas. Eso es lo que realmente conecta con quienes hoy comienzan a construir su camino.

Además, muchas veces la experiencia puede hacernos olvidar ese impulso inicial. Nos volvemos expertos en procesos, métricas y estrategias, pero perdemos un poco de la emoción con la que empezamos. Por eso, regresar a la universidad tiene un efecto revitalizante. Es una pausa en la rutina para recordar por qué elegimos esta profesión, qué nos inspira y cómo queremos seguir transformándola.

También reafirmé algo que creo profundamente: la comunicación es una disciplina que solo tiene sentido si se comparte. No puede quedarse encerrada en las salas de juntas o en los informes de resultados. Requiere espacios de conversación, intercambio y construcción conjunta. Y la academia es el escenario perfecto para eso.

Los futuros comunicadores necesitan ver que detrás de los cargos hay personas, detrás de las estrategias hay convicciones y detrás de las marcas hay historias que se escriben todos los días. Necesitan comprender que comunicar no es solo informar, sino conectar; no solo persuadir, sino inspirar; no solo hablar, sino escuchar.

Esa interacción entre la academia y la industria no puede ser esporádica. Debería ser un diálogo permanente, una relación de doble vía. Las empresas ganamos cuando nos acercamos a las universidades, cuando abrimos las puertas para prácticas, mentorías, charlas o proyectos conjuntos. Y las universidades se fortalecen cuando se alimentan de lo que ocurre fuera de sus muros, cuando integran tendencias, casos reales y experiencias humanas al proceso formativo.

Quizás el reto no esté solo en formar profesionales competentes, sino en formar comunicadores conscientes, personas capaces de entender el impacto que tienen las palabras, los mensajes y las historias en la vida de los demás.

Volver a la universidad me recordó que el aprendizaje nunca termina y que enseñar también es una forma de seguir aprendiendo. La industria necesita más de esos espacios. No solo para inspirar a las nuevas generaciones, sino para seguir inspirándonos nosotros mismos. Porque en cada conversación con un estudiante, uno vuelve a mirar su historia con otros ojos. Y entonces, todo cobra sentido.

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