lunes, diciembre 09, 2024
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Pidamos a Osaki”. Propuse, al ver que la triste historia se repetía; un almuerzo más de trabajo en la oficina. Digo triste, y me atrevo a enfatizarlo, porque hemos dejado llenar de reuniones y discusiones los espacios que estaban diseñados para vivir la vida de verdad, esa vida donde uno habla con la mujer, donde construye una torre con su hijo o donde simplemente se toma una cerveza y se ríe de la accidentada vida de ser publicista.

Pero así es, “eso es lo que pudimos pagar”, como bien diría un colega mío.

Llegó el pedido.

Varios platos. Ricos todos.

Entre ellos, una generosa porción de edamame.

Para ponerlos en contexto, era una reunión del comité directivo de la agencia, es decir, una reunión seria, sin mucho chiste, sin mucha lora, pero si con mucha hambre. Felipe Arango, presidente de la agencia, estaba sentado a mi diestra y ojo que con esto no estoy haciendo una analogía divina.

Pollo por aquí, pollo por allá. Páseme esto, páseme lo otro. Que se me acabó la soya, que me eché la salsa encima, etc. Es decir, todos esos ingredientes que hacen que nadie realmente saque nada de las reuniones de almuerzo.

Yo tenía la coca con los edamames al frente, así que estiré la mano.

Le eché sal marina.

Me lo metí a la boca.

Lo sentí húmedo.

Es más, lo sentí empapado.

Raro me pareció, pero igual lo raspé con los dientes.

En ese momento, sentí a mi diestra, es decir a Felipe, desgonzado, retorciéndose en una risa que yo describiría casi como inhumana. Él vio lo que me había pasado y nunca me avisó. Él se dio cuenta que yo metí la mano en la coca de los edamames chupados; donde él mismo había acabado de dejar, calientico, su destrozado y completamente deshidratado edamame. Me dejó caer por ese precipicio.

Cuando me di cuenta que había chupado el mismo edamame del presidente de la agencia, supe que todo estaba perdido. Supe también, que nunca se iría de mi cabeza esa textura húmeda, ese raspado inútil de tratar de sacar contenido de algo que ya ha sido extraído.

Aquí acabó el comité directivo. Nadie pudo superar el trauma por el que yo había pasado.

De esto se trata la resiliencia real, de pasar por cosas como estas y salir fortalecido. Desde que chupé ese edamame ya nada me impresiona tan fácil. Prueba de eso es que meses después, en el paraíso de Orucué con la familia de mi señora, a eso de las 9 de la mañana me lavé los dientes y como si fuera un deja vú, volví a sentir esa terrible humedad al meterme el cepillo a la boca.

Cuando me estaba lavando los dientes, me sorprendió ver que mi cepillo desolado y bien peinado, reposaba desconcertado en un extremo del mesón. Me saqué el cepillo que tenía entre la boca y lo miré, y él me miró a mí. Nos miramos como un par de extraños que se acaban de conocer.

Así es, me había lavado los dientes con el cepillo recién usado por mi suegro. También calientico.

De nuevo, había ocurrido.

Ahora siento, viéndolo en retrospectiva, que todos deberíamos someternos a este tipo de dolorosos pero fructíferos procedimientos cuando hagamos una campaña. Meternos literalmente en los zapatos del otro, entender a nuestra audiencia profundamente, así como yo me metí a la boca ese edamame del prójimo; vivir con la gente, probar de sus platos, explorar sus miedos, sentir lo que el otro está sintiendo.

Esa es la única ruta para hacer, como diríamos en la agencia en la que trabajo, ideas que le importen a la gente.

A esta técnica ultramoderna de insighting, la he llamado: Edamame Therapy.

¡Ah! Y Una cosita más: por favor no más almuerzos de trabajo, no sirven para nada, muchísimo menos por Teams.

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