Nuestro cerebro es perezoso por necesidad. Como es uno de los órganos que más energía consumen, inicialmente hace análisis simples para ahorrar ese escaso recurso en el cuerpo. Una de las consecuencias de esto es que tendemos a generalizar.
La generalización es normalmente entendida en su primera acepción (hacer general o común una cosa), lo que nos lleva a decir que “a nadie le importa el paro”, porque para la mayor parte de las personas con las que hablamos es posible que así sea y, en vez de decir todo esto, lo simplificamos, en la misma tendencia de no poner tildes o el primer signo de interrogación en los chats que escribimos: simplificamos para evitar la fatiga, diría el famoso cartero.
También puede ser entendida en su segunda acepción (abstraer lo que es común a muchas cosas formando un concepto que las comprenda todas), con lo que no solo caemos en la pereza de la simplificación, sino en la escabrosa necesidad de la clasificación; podemos oír cosas como “esos hombres”, como si todos los que tenemos el cromosoma XY nos comportáramos de maneras X o Y, como ocurre en lo biológico donde son claras nuestras diferencias frente a las mujeres.
Esto se refuerza más si lo que pensamos se alinea con lo que otros dicen, porque ese sesgo de autoconfirmación es más fuerte que la verdad misma, y es fácil ayudar al cerebro en su ahorro de energía, al darles importancia solo a los contenidos que van en línea con nuestro punto de vista.
Hoy, las anteriormente llamadas “minorías” nos ponen continuamente contra la pared, porque nos han hecho ver que al generalizar caemos en grandes errores que antes dejábamos pasar e, incluso, volvíamos chistes; esos chistes, contados hoy, pueden ser comprendidos como un acto de racismo, discriminación, insensibilidad y hasta un ataque religioso.
Ese cerebro perezoso debe comprender que hay que pensar mucho antes de hablar, porque el mundo en que hoy vivimos nos exige respetar al otro por encima de nuestras creencias, preferencias y percepciones personales, y nos lleva al delicado espacio de las conversaciones en redes, donde el 1% del universo digital hispano parlante es de cerca de 600 millones de personas, y esa minoría es de 6 millones de seres humanos.
Por esto, el mercadeo ha comenzado a desgeneralizarse en las dos acepciones, al igual que la publicidad y las ciencias sociales, mientras la filosofía y la economía van a un paso más lento, al punto de que las mujeres aún tienen una edad de jubilación más temprana y cotizan menos, lo que causa que ahorren menos dinero y sus ingresos futuros se vean claramente afectados.
Dejar de generalizar es un enorme esfuerzo para todos, porque nos obliga a pensar y eso es una cosa a la que no estamos acostumbrados, porque nos pide tiempo, reflexión y continua refutación de nuestras posiciones en temas que tienen qué ver con nuestra identidad misma, nuestra definición como personas y el complejo mundo de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, en la vanidosa situación de tener o no la razón.
La humanidad hoy nos pide que dejemos de vernos desde los mínimos comunes y comencemos a reconocer los máximos diferenciadores, que son esas sutiles diferencias que hacen que en Colombia haya por lo menos 50 millones diferentes formas de ver el mundo, que van desde temas tan complejos como la paz, hasta de qué color vemos las cosas, porque si bien algo es verde, no todos veremos el mismo tipo de verde en nuestra mente.
Para esto, debemos entrenarnos en dos cosas fundamentales: pensar que la primera respuesta que nos venga a la mente ante una situación posiblemente no es la mejor por la pereza del cerebro y que, al clasificar a alguien como parte de un grupo, lo estamos limitando profundamente. Quizá debemos comenzar algunas frases diciendo “de manera desgeneralizada…”.