Va a sonar muy incómodo lo que voy a decir: al consumidor le importa mucho que su marca sea sostenible… pero no está dispuesto a pagar por eso. ¿Por qué? Porque el consumidor no va a pagar por nuestros errores y si lo hace, es como si aceptara ser cómplice de ellos.
Nos negamos a entender esta lógica del consumidor, porque nos pega directamente. Esto lo entendí desde un estudio en 1997, liderado por Juan Ramón Samper para el Ministerio de Medio Ambiente en el que ayudé como asistente de investigación, que mostraba esta continua disonancia del consumidor que se ve en todos los estudios de este tipo: las marcas deben ser responsables, pero yo no debo pagar por eso.
No nos costó mucho explicarle a Cecilia López, gran economista y entonces ministra, el obvio dilema que se presentaba: si el consumidor pagaba de más para que las empresas fueran ambientalmente responsables, implícitamente se asumía que los productos que el comprador adquiría no eran “sostenibles” y se lo ponía como cómplice del problema; claramente, pagar de más no sería la solución, porque volver a comprar el producto que subía de precio para poder ser “ambiental” y cubrir los costos de producción “adicionales”, era premiar a quien hacía las cosas mal.
El mensaje del consumidor siempre ha sido claro e incómodo para las empresas: no voy a pagar más, para que usted haga las cosas como debe ser, porque si me toca pagar más, es que usted no estaba haciendo las cosas bien y me mintió. Desde el lado de las empresas, el mensaje es para el gobierno, que continuamente aumenta las normas laborales, sociales, culturales y ambientales, lo cual causa más costos que no se pueden transmitir al precio final, porque el consumidor no lo va a comprar tan fácilmente.
Por esto, los sellos ambientales masivos, que comenzaron en Colombia con los clorofluorocarbonados (CFC), o las latas de aerosol que usábamos antes, dieron pie a una batalla de comunicaciones: si un producto tiene un sello que dice que hace las cosas bien, inmediatamente dice que el que no lo tiene, hace las cosas mal y ese sello se convierte en un elemento diferencial para las personas al decidir qué van a comprar.
Hoy, decimos cosas en sellos voluntarios como “sin azúcar”, “sin conservantes”, “Dolphin free”, para que la gente esté más informada; a estos se suman los sellos obligatorios “Alto en sodio”, “Alto en grasas”, “Alto en azúcar”, que usan el mensaje inverso, para buscar un rechazo del comprador; ambos con resultados mucho menores a los esperados, casi por la misma situación que antes: el consumidor decide qué compra y qué consume.
El mensaje es simple: los productos no deben ser responsables; las marcas y las empresas son las que deben serlo. Cuando un comprador escoge un producto con una marca, en muchos casos busca la garantía de calidad que le da y esa garantía incluye los impactos sociales, culturales y ambientales que su producción causa.
El cliente no es responsable por los errores, omisiones y desconocimientos que las empresas tengan en la producción de bienes y servicios; por eso, jamás debemos olvidar que somos custodios de la ingenuidad de nuestros consumidores, que confían en nosotros y no podemos defraudarlos.
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