«Profesor, ¿el mercadeo reduce la pobreza?”, me preguntó un alumno en clase; y casi de inmediato le respondí que sí, porque he visto cómo un buen producto mejora enormemente la calidad de vida de las personas.
Sin embargo, la pregunta me siguió taladrando la cabeza por días, porque en el fondo sabía que tal vez no.
Según la Real Academia Española de la Lengua, pobre es:
“Necesitado, que no tiene lo necesario para vivir”.
Para el Banco Mundial, la pobreza es relativa al ingreso de la persona, ya que:
“El Grupo del Banco Mundial tiene como objetivo poner fin a la pobreza extrema en el mundo para 2030; definida como la disminución del porcentaje de personas que viven con menos de US$1.90 al día (a precios internacionales constantes de 2011) a no más del 3% de la población mundial”.
Estas dos definiciones son similares, pero tienen sutiles diferencias:
Para uno es no tener lo necesario para vivir, y para el otro, es no tener el ingreso necesario para adquirir las cosas que se necesitaría para hacerlo.
Definir la pobreza es complejo y esquivo, porque cambia: una cosa es ser pobre hoy y otra hace 50 años; porque las necesidades van evolucionando en la medida en que las satisfacemos continuamente.
Por ejemplo, hace décadas no tener acceso a servicios públicos era parte de la pobreza, pero no había internet o teléfonos celulares y, hoy aún debatimos si deben ser considerados un servicio público; pese a saber que las personas que no tienen acceso a comunicaciones están limitadas de muchas cosas que necesitan para vivir.
A esto hay que sumar anticonceptivos, salud, educación, pensiones, vivienda digna y muchas otras cosas que antes eran consideradas casi bienes de lujo.
Es decir, cada vez que solucionamos uno de los problemas de la pobreza, el mercado parece que nos crea un problema nuevo; lo cual no solo tiene su origen en el desarrollo económico y en la productividad, sino en la continua búsqueda del mercadeo por solucionar cada vez mejor las necesidades, por medio de mejores productos y servicios.
Y de la cada vez más compleja aspiracionalidad y sus promesas asociadas, como decir: “serás feliz cuando tengas este carro”; lo que lleva la pobreza a una nueva dimensión: la de “infeliz, desdichado y triste”.
Acá el mercadeo pasa de héroe a villano: somos grandes creadores de pobreza, porque ofrecemos en el mercado productos que pocas personas pueden tener; cayendo en la total irresponsabilidad de comunicarlo tan masivamente que el pobre más pobre del mundo puede ver que algunas personas tienen carros de lujo que subutilizan, mientras él no tiene con qué comer.
Claro, no me refiero a que, por vender un producto de lujo a uno, el otro no pueda comer; sino a que el segundo sabe que esa desigualdad existe e inevitablemente lo llena de frustración, envidia y resentimiento: si es feliz el que tiene, pobrecito el que no.
La aspiracionalidad, la fuerza de la publicidad y la generación de deseos y expectativas de mejores satisfacciones a las necesidades hacen que el mercadeo tenga un problema ético profundo, del que pocos hablan y que es como “el que no debe ser nombrado”.
En estos tiempos en que el consumidor nos exige que seamos responsables con el medio ambiente, los trabajadores, los residuos, el uso de energía, los insumos y los derechos humano; esto se convierte en cualquier momento en un debate muy profundo y complejo, porque por más que los países logren reducir la pobreza monetaria y la multidimensional, siempre habrá en las personas (incluso en aquellas que no son pobres) la frustración de no poder tener lo que desean.
Por esto, debo hacer pública mi rectificación a la pregunta que me hizo mi alumno:
Sí, el mercadeo genera pobreza, no de ingreso, de acceso a servicios vitales o de no tener lo necesario, sino una sensación de insatisfacción de no tener lo que queremos, que hace que cada 10 años más o menos, debamos redefinir qué es ser pobre.
Artículo publicado en la edición #478 de los meses de febrero y marzo de 2022.